miércoles, 16 de mayo de 2012

Enganchado al ciclo de la vida.

El Ocejón y el Ocejoncillo, desde Campillo




























He tenido la gran suerte de pasar unos días a los pies del Ocejón, en CdR. Días que han transcurrido en plena comunión con la naturaleza. Con esa naturaleza, que en menos de un minuto te envuelve entre dos terribles tormentas, atrapándote entre el resplandor de los rayos serpenteantes y los contundentes golpes de los truenos que siguen implacablemente a la luz. Pero con esa naturaleza que al día siguiente te ofrece el cielo despejado y de un profundo azul que asusta, permitiendo que cientos de organismos inicien la danza de la vida; zumbando, piando, revoloteando, brotando, tañendo el viento, moviéndose con la fuerza de la sangre que ha comenzado a calentarse y que es preludio de largos meses de actividad. He podido observar como se afanan en sus tareas cotidianas, que a veces parece que no tienen sentido, hasta que no te percatas de las pequeñas maniobras que sumadas cobran lógica, la lógica del esfuerzo en la búsqueda de cobijo y sustento; sin algaradas, sin reclamar más de lo que pueden obtener con su potencial, trabajo y dedicación. Todo parece encajar, desarrollándose armoniosamente, como la composición de un gran maestro, o la suma de brillantes casualidades, donde la vida y la muerte forman parte de un plan, de una manera u otra, aunque a veces nosotros solemos olvidar.


Sentado frente a algún árbol recién plantado, con su tronco en pleno desarrollo, frágil y expuesto a cualquier mal viento, he sentido, como si desde su estática seriedad me lanzara un desafío al que nunca jugaré. Me he encontrado en un punto triste, al comprender que nunca llegaré a ver la plenitud de alguno de ellos, como el de ese majestuoso nogal, que ya en su infancia pregona a los cuatro vientos su salud o robustez, o la gótica estructura de ese ciprés, ahora tímido y recogido en sus pensamientos sagrados y solo disponibles para los iniciados. Pero solo verles crecer, me regocija, me alegra y me llena de una sensación que los antiguos filósofos llamaban amor. Amor por la belleza. Ese amor que es el motor del universo, el que nos atrae y nos mantiene unidos al conocimiento... el que está olvidado, pisado, machacado y arrastrado por el deseo de tener y tener y tener, y la desgracia de solo saber pedir, pedir y pedir.

Voto por ese amor maduro que te inunda de paz y tranquilidad. Un amor no dirigido, ni provocado, solo disfrutado sin más; compartido en las miradas y silencios de tu "otro yo", en la soledad de tu interior, o en las risas de unos buenos amigos. El amor no tiene dueño ni ataduras, va y viene, toca y dribla... y no sabe de disculpas ni remordimientos.

Sí. Han sido unos días diferentes. Tiempos compartidos con mi querida y amada Cristina, ensimismados en mil y un quehacer, todos ellos sumamente relevantes, fundamentales para el buen funcionamiento de nuestro pequeño universo; o al menos eso nos creemos, arrogándonos un papel estelar, según nosotros, y posiblemente irrelevante en verdad.
He sido incapaz de dar valor a los "problemas cotidianos", porque a lo mejor he tocado con la punta de mis dedos, el sentido del ciclo de la vida. Quizá haya venido ya leyendo los signos de ese estado sin comprender muy bien su significado. Dar importancia a lo que realmente corresponde, inmerso en ese sueño lúcido en el que cualquier noticia que se escapa de la radio lejana, no hace ninguna mella, ninguna muesca en tus vivencias inmediatas. Instantes de profunda unión con tu entorno, en los que los casi olvidados ruidos provocados por el ser humano, aparecen como gritos soeces de vendedores en el templo.

La noche llegaba tarde, retrasada por la belleza del día. Acudía a la cita con pereza, preparándose para su jornada de trabajo más corta. Y como a muchos pasa, ignorante de su propia elegancia y magnificencia, sin dar importancia al manto moteado con el que nos cubre y que cuando cualquier impedimento contaminante o no desaparece, te deja con la boca abierta como un lelo, al comprobar con tal contundencia lo insignificante que puedes llegar a ser.

A lo lejos cantaba el autillo, certificando el avance de las sombras, y dando la bienvenida a los noctámbulos del valle, a los habitantes de los sueños...

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